I
Hay una expresión recurrente y que no es inocua, pues se repite como mantra para la relajación de la conciencia y las costumbres, y que, por lo demás, es muy propia de nuestra actual sociedad tardomoderna: “los avances civilizatorios”. El mundo cultural y político al invocar esta expresión, buscar revestir iniciativas relacionadas con el acceso a múltiples intereses como si per se tuvieran el carácter de civilidad. Es decir, como si cualquier interés particular constituido en ley fuera de hecho propicio para el bien común de la ciudad y de los ciudadanos. Por el contrario, una ley perfectamente podría horadar paulatinamente los invisibles tensores espirituales y morales de una civilización, de modo que se debilite al punto de su desaparición o al menos ser testigos de su evidente estado de descomposición.
En este terreno de los “avances civilizatorios” es que se encuentra la ley de aborto en tres causales, y que hasta hace poco se proyectó la idea de la liberación total del aborto, sin ningún argumento que lo justifique. La razón última del acto es en sede volitiva, esto es, la libertad de la madre –nótese que si se dice madre es porque hay alguien, un hijo–, para dar termino deliberado a la vida humana concebida, sin embargo, no porque las facultades del nasciturus estén en potencia disminuye en algo su estatuto personal. Contrario a lo que se pudiese pesar, este tipo de acto no consolida la idea de libertad, más bien queda la voluntad aislada de una red de sentido más amplia que permita su pleno despliegue, la libertad erigida como ciudadela desvinculada de un conjunto de virtudes, bienes naturales y sobrenaturales se constituye en una virtud loca. Porque ya no discierne si el acto que realiza es en sí bueno, y endosa a las circunstancias –las antípodas de la auténtica libertad– todo el peso de la decisión.
De esta forma, no puede ser considerado un “avance civilizatorio”, si en el modo de actuar las personas conceden que es propio del despliegue de la libertad humana descartar la vida de un inocente. Es un acto deshumanizante e incivilizado que en el uso de la libertad no se atienda a una verdad básica de la realidad humana que es la conservación de la vida, la civilización demuestra su talante moral cuando cuida más aún la vida de los inocentes.
II
La Iglesia sostiene la dignidad irrevocable de toda vida humana desde la concepción hasta su muerte natural. Dicha dignidad, previa a cualquier convención y declaración de Derechos Humanos, esta fundada en la Revelación. El deseo de Dios es la vida en abundancia, todo lo ha hecho con miras al hombre que es su imagen, y la corona del mundo (cfr. Gn 1, 26-28). Por ello es que la vida humana es sagrada e inviolable, porque es la expresión del querer de Dios, la única creatura amada por sí misma, a la vez que su figura. La vida, entonces, es un don de Dios en el estado de vida en que se encuentre, y si es un don es una responsabilidad cuidarla y hacerla fructificar dado que es como un “talento” (cfr. Mt 25,14-30). Es cierto que en el debate público se ponen objeciones a la condición personal de la vida en la concepción, pues se piensa que la personalidad se conforma un tiempo después. Esta idea –en muchas ocasiones sin saberlo– no es nueva, pues ya en la Edad Media era general la opinión de que el alma espiritual no estaba presente sino después de las primeras semanas. Con lo cual da la impresión que la Iglesia y los creyentes podríamos sostener la idea del aborto en esas primeras semanas, dado que no hay estatuto personal de la vida humana. Sin embargo, la Iglesia nunca negó entonces que el aborto provocado, incluso en los primeros días, fuera objetivamente una falta grave. Quizás aquí, más allá de la discusión del momento de la infusión del alma inmortal en el cuerpo –aunque la Iglesia sostiene que es inmediata en la concepción–, debemos actuar de forma prudencial y no atrevernos a afrontar el riesgo de un pecado grave, según la máxima de Tertuliano: “Es ya un hombre aquel que está en camino de serlo” (Apologeticum, IX, 8).
III
De este modo, los creyentes a la luz del Evangelio y la Tradición fructífera de la Iglesia, deben renovar la conciencia de que es propio de su vocación defender a las personas contra todo aquello que lo rebaje, anule o descarte. Y asumir sin complejos la riqueza de la fe, anunciando la verdad de Jesucristo unido a la comunidad de la Iglesia, cuerpo de Cristo, e iluminando toda ambigua posición en relación al aborto, en conjunto con una mentalidad y costumbre condescendiente, señal evidente de la crisis moral incapaz de distinguir entre el bien y el mal. Aún más, difícilmente podemos aspirar como sociedad a la búsqueda de la justicia en su sentido pleno, si la vida del inocente está puesta al arbitrio de las mayorías y se justifica por vía legislativa su muerte. Por ende, es contradictorio afirmar que el aborto es un “avance civilizatorio”. Los Derechos Humanos en su conjunto penden sobre este básico y fundamental derecho, el derecho a la vida (cfr. Dignitas infinita, 47). Incluso se ha esgrimido que la ley de aborto se justifica dado que no obliga a la madre, sino que la libera de la pena legal, remitiendo todo a la voluntad de la madre que quiera hacer uso de la disposición legal. Esta, y las tres causales por las cuales se puede hacer uso de la ley de aborto –peligro de la madre, inviabilidad fetal y violación–, no son razones decisivas para la eliminación de una vida humana inocente, es verdad que la ley no está para zanjar las opiniones o para imponer una con preferencia a otra. Pero la vida de un ser humano inocente prevalece sobre todas las opiniones y toda legislación. La Iglesia tampoco desconoce lo difícil que es para una mujer embarazada encontrarse en la situación de peligro grave de su salud, lo difícil de un hijo más o con serias dificultades cognitivas y motrices, o el dramático caso de violación. Estas angustias lacerantes ponen una gran carga sobre sus hombros, y en muchísimas ocasiones las viven solas sin que nadie las apoye. No sorprende, por lo tanto, que decidan apresuradamente quitar aquello que les provoca desesperación, si bien puede ocurrir que eso suceda, no obstante, la herida moral y espiritual que se autoinflingen permanece para siempre. Porque el alma guarda memoria de la existencia precedente, de modo que, por ser alma y cuerpo, así como el cuerpo no queda inmune ante el ejercicio del aborto, de la misma forma el espíritu y ese sentido interno que es la memoria quedan afectado.
IV
En consecuencia, la perspectiva del cristiano no puede limitarse al horizonte de la vida de este mundo; él sabe que en la vida presente se prepara otra cuya importancia es tal, que los juicios deben hacerse sobre la base de ella. Desde este punto de vista, no existe aquí abajo desdicha absoluta, ni siquiera la pena tremenda de cuidar a un niño anencefálico o tolerar el daño grave de la violación (Declaración sobre el aborto. CDF, 1974). Aquí radica la fuerza y la esperanza cristiana de Jesucristo: Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados (Mt 5,5). Aunque las leyes y las prácticas de este mundo vayan en dirección opuesta del Evangelio, los creyentes no podemos olvidar lo que con acierto un antiguo confesor afirmó: Jesucristo es verdad, y no costumbre.
Por Pbro. Alejandro González Hidalgo, Diócesis de Valparaíso.
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