Manifiesto cristiano

Por: Pbro. Alejandro González Hidalgo, Diócesis de Valparaíso.

En tiempos aciagos urge que los creyentes y las instituciones renueven su identidad cristiana, a fin de cooperar en la fermentación de una masa pública que languidece y se disuelve. No con valiente jactancia –dice von Balthasar–, sino, por el contrario, teniendo el valor cristiano para exponerse, y así emular a los primeros confesores: nosotros hablamos poco, pero vivimos.  

En el año 67 del siglo pasado se le preguntó a De Lubac, cuáles serían las formas contingentes de la santidad del mañana de los creyentes, si bien reconoció que escapa a toda previsión esa pregunta, mencionó algunas ideas que pueden inspirarnos.  

Afirma el teólogo, la santidad no se identifica con ninguna ideología, propensa a disertaciones y cambios osados. Sin embargo, si la santidad lograra abrir nuevas perspectivas inéditas no será mediada de generalidades verbales sobre la necesidad de inventar, al contrario, aspirará a la continuidad progresiva de la tradición y no cederá ante falsas oposiciones –Dios/prójimo; oración/acción; vida interior/presencia en el mundo–, sino que preservará la sana tensión entre los polos. De este modo –sostiene De Lubac–, debemos estar persuadidos de antemano a que la santidad no es conforme a nuestras ideas y concepciones, ni aquello que esperamos o deseamos, de hecho, quien encarne la santidad será sujeto de rechazo y desconcierto. Como la fe quijotesca, sufrirá derrotas dolorosas, pero derrotarán lo caduco en él, el yo caduco, pero lo eterno que defiende permanecerá intacto e íntegro, y más aún se engrandecerá esa verdad que encarna, así como Dulcinea se vuelve más hermosa cuando el Quijote no está dispuesto a claudicar de ella. En efecto, al resguardar lo eterno será una santidad de siempre, en cuya forma de vida no intenta repetir nunca el pasado, sino que pertenece a todos los tiempos, refleja lo eterno en las singularidades del tiempo. Dicha eternidad, a semejanza del que siendo rico se hizo pobre (cfr. 2 Cor 8,9), adquirirá forma humilde, desposeída y pobre; poseerá el espíritu de las bienaventuranzas y amará, no adulará ni maldecirá a nadie; en palabras del padre Sergius, –novela de Tolstoi–, advertirá que no existe Dios para el hombre que vive para la alabanza humana.

Aquel que viva la santidad de vida aceptará el evangelio con fe y rigor, y será estímulo para nuestra humana medianía, el fuego del Espíritu circulará en él como savia, incluso cuando sea desprovisto de follaje y sea expuesto a las tormentas invernales, traerá luz en la oscuridad y conoceremos que podemos nosotros traer fuego a la tierra, incluso aunque no podamos sentir su calor.

Falible como cualquier persona, pero dócil al Espíritu, quien viva la santidad cristiana en formas y ocasiones que no podemos prever, se hundirá en el misterio del sufrimiento, en el abandono, en la soledad íntima, en la náusea del pecado. Pero a su vez, él será otro Cristo, no más allá de Cristo, sino configurado con él. Puede ser que ocupe un papel importante en la política o un docente universitario, o en cambio, quizás sea una persona olvidada; quizás viva en el anonimato de la masa, o en esa otra masa menos voluminosa pero espesa y compacta. No obstante, experimentará una presencia indiscutible, una belleza irrefutable que vive y desvela a la ideología en la forma del sufrimiento, un rayo de belleza que sale de dónde menos lo esperamos en lo que parece pobre, humilde y gris. Percibir esto es ser cambiado, compartirlo con otros, alcanzándolo juntos, es amar; amar de este modo es ya no pertenecer a este mundo.

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