Reflexión Evangelio

Domingo 27 de octubre, 30° durante el año.

Mc 10, 46-52

Por: P. Ramón Tapia, Diócesis de Valparaíso.

BARTIMEO ORA DOS VECES. San Marcos 10,46-52.

Hermanos en este Evangelio vemos a un gran orante, un hombre mendigo y ciego que con su oración desde el corazón recibe la vista, la fe, la esperanza de parte de Jesús. En este Año de la Oración entremos en el interior de este hombre, Bartimeo, pongámonos a sus pies, entremos en sus sentimientos y gritemos como él. Bartimeo somos nosotros mismos. Hoy Jesús pasa también por nuestro lado, por tu calle, por la mía. No lo dejemos pasar de largo. Gritemos, oremos, saltemos.

1.- JESÚS, HIJO DE DAVID, TEN PIEDAD DE MÍ. Bartimeo que lleva tiempo como ciego y como mendigo, botado en la calle, como un descartado diría el Papa Francisco, tiene una esperanza de volver a ver. Y al saber que viene Jesús proclama un grito del corazón: Jesús Hijo de David, ten piedad de mí. Jesús Tú que eres el Mesías ten piedad de mí, apiádate de mí, no me dejes botado, no me dejes en mi ceguera. Y como sigue el relato la gente lo hace callar, “pero gritaba más fuerte” hasta que Jesús se detiene. Es esta una oración que nace de la más profunda necesidad de Bartimeo, de su ceguera física y existencial, de su abandono, de su mendicidad. Nos dice el Papa Benedicto comentando este evangelio: Él no es ciego de nacimiento, sino que ha perdido la vista: es el hombre que ha perdido la luz y es consciente de ello, pero no ha perdido la esperanza, sabe percibir la posibilidad de un encuentro con Jesús y confía en él para ser curado. En efecto, cuando siente que el Maestro pasa por el camino, grita: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47), y lo repite con fuerza (v. 48)

Hoy tú y yo somos Bartimeo: muchas veces estamos como mendigos estirando la mano pidiendo afecto, cariño, paciencia. También muchas veces estamos ciegos ante la realidad. Mi mirada es opaca, no veo al Señor en mi vida, sobre todo en los sufrimientos. No entiendo por qué me pasa lo que me pasa. Como no tengo luz, estoy ciego espiritualmente busco en mi razón o en ideas esotéricas o supersticiosas la explicación de los misterios de mi vida. Pero la ceguera espiritual es sobre todo falta o debilidad en la fe, recordemos que Jesús le dice al ciego: tu fe te ha salvado. No tengo fe porque no miro mi vida con los ojos del Señor. Tengo fe sacramental recibida en el bautismo y los demás sacramentos, pero me falta la fe existencial, de cada día. Por eso gritemos desde lo más hondo del ser: Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí. Decirlo muchas veces esperando que Jesús se detenga en tu puerta, en mi puerta.

MAESTRO, QUE YO PUEDA VER.

Jesús se detuvo y dijo: Llámenlo. Y Bartimeo lleno de alegría, da un salto, bota su manto que es su seguridad y va hacia Él. Y Jesús que lo ama  le pregunta que quieres que haga por ti. Y viene la segunda oración del ciego: MAESTRO, QUE YO PUEDA VER. Le expresa el deseo de su corazón.

La oración es confiar a Jesús todo lo que llevamos dentro, expresárselo a Jesús, aunque él lo sepa, descubrirle nuestro interior. Señor haz que vea, que tenga fe, Haz que tenga esperanza, haz que tenga amor, paciencia, alegría.

Bartimeo representa al hombre que reconoce el propio mal y grita al Señor, con la confianza de ser curado. Su invocación, simple y sincera, es ejemplar, y de hecho – al igual que la del publicano en el templo: «Oh Dios, ten compasión de este pecador» (Luc 18,13) – ha entrado en la tradición de la oración cristiana.

Nos dice el Papa Francisco en su última encíclica: De la herida del costado de Cristo sigue brotando ese río que jamás se agota, que no pasa, que se ofrece una y otra vez para quien quiera amar. Sólo su amor hará posible una humanidad nueva.

Oremos repitiendo muchas veces:

Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí.

Maestro, haz que pueda ver.

Por: P. Julio González C., Pastoral de Espiritualidad Carmelitana.

TRIGÉSIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

(Año par. Ciclo B)

Lecturas bíblicas:

Abrimos nuestra Biblia y buscamos estas lecturas del próximo domingo:

a.- Jr. 31,7-9: Congregaré a ciegos y cojos.

b.- Hb. 5,1-6: Tú eres Sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

c.- Mc. 10,46-52: Maestro que pueda ver.

– “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí” (Mc. 14, 47).

El evangelista nos presenta la última escena de Jesús, antes de comenzar la subida a Jerusalén (cfr. Mc.11,1). El grito de un ciego detiene el paso de Jesús y su comitiva, sin embargo, se pone inmediatamente de pie, al escuchar que el Hijo de David, lo llama (v. 49); el ciego, representa al hombre que está en la oscuridad y sufre postrado su desgracia. En esas condiciones, no puede seguir a Jesús por el camino; Jesús es el Mesías, el Hijo de David, enviado de Dios. Sin embargo, el ciego se pone en contacto con Jesús, por medio de la escucha y su voz que grita, con lo que el evangelista, nos viene a decir, que la escucha es el primer paso para creer, el primer paso para la fe; el grito del ciego es expresión de su fe, que se convierte en oración, petición de auxilio (cfr. Rm.10, 14; Sal. 88,2). Si bien, Jesús se detiene, en su camino al Calvario, va delante de los apóstoles (cfr. Mc.10, 32), sólo lo detiene el dolor de un hombre que sufre. Otra enseñanza que nos deja el evangelista es que el ciego gritó a Jesús primero, pero la iniciativa de la llamada es de Jesús, por lo tanto, es un encuentro gratuito de parte de ÉL hacia el ciego: el hombre es convocado por el Mesías. La misma gente, que primero le reprendía al ciego para no gritara al Maestro, es la que luego de la llamada, lo anima a ir a su presencia. Es la palabra de Dios, la que cambia las coordenadas de los hechos para favorecer el encuentro del hombre con Dios. Veloz el ciego, da un salto y se pone en presencia de Jesús, dejando su manto, lo único que tenía para cubrirse por la noche (cfr. Ex. 22,25). El ciego está haciendo el camino del discípulo, escucha a Jesús, lo acoge como Mesías, invocando su salvación, deja lo único que posee, el manto, y se acerca a ÉL. El ciego de Jericó se despojó de todo lo que tenía, a diferencia del joven rico, que se marchó entristecido.

– “¿Qué quieres que te haga?” (Mc.14, 51).

La pregunta de Jesús (v. 51), es semejante a la que hace a los hijos del Zebedeo, mientras ellos piden tronos de poder, el ciego, quiere ver, con lo que se viene a significar, que había comprendido mejor a Quien tenía delante, no así Santiago y Juan (cfr. Mc.10,35-45; Jn.10,36). Inmediatamente recobró la vista, mientras Jesús, le asegura que es por su fe, que ha quedado sano. La ceguera, es más que una enfermedad, símbolo de la ausencia de luz, su sanación, es signo de la salvación integral del hombre. El ciego Bartimeo, es símbolo del que abandona todo para seguir a Jesús, su impedimento desaparece, para ponerse en seguimiento del Maestro (v. 52), en sintonía del NT, significa que se hizo discípulo. Este milagro, se convierte en historia vocacional de fe, y de seguimiento de Cristo. La ceguera de Bartimeo representa el camino de la conversión de todo hombre que busca la fe, la verdad, pero también, del ya bautizado, es un renovado impulso para seguir profundizando en esta vocación. Grito de fe y oración, concentra, la experiencia de Jesús Salvador y su obra de sanar nuestra ceguera; se abre la posibilidad de ser su discípulo. La mejor respuesta, es abrirse al poder de la gracia, y se abandona todo para caminar tras el Maestro.

Lectura mística de la Doctora de la Iglesia S. Teresa de Jesús, nos invita a pedir esa luz de la fe para saber encontrar a Jesús en nuestra vida cristiana.  “Qué pedimos? ¿Qué buscamos? ¡Válgame, Dios, oh, válgame, ¡Dios! ¿Qué es esto, Señor? ¡Oh, qué lástima! ¡Oh, qué gran ceguedad, que le busquemos en lo que es imposible hallarle! Habed piedad, Criador, de estas vuestras criaturas. Mirad que no nos entendemos, ni sabemos lo que deseamos, ni atinamos lo que pedimos. Dadnos, Señor, luz; mirad que es más menester que al ciego que lo era de su nacimiento, que éste deseaba ver la luz y no podía. Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable! Aquí, Dios mío, se ha de mostrar vuestro poder, aquí vuestra misericordia.” (Exclamaciones 8,2).

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