El 1 de noviembre, la Iglesia católica celebra la solemnidad de Todos los Santos, una fiesta de gran significado que, en palabras de san Juan Pablo II, “nos recuerda la vocación universal a la santidad, que es la meta final de todo discípulo de Cristo.” Este día, en el que se rinde homenaje a todos los santos, conocidos y desconocidos, marca una invitación profunda a la esperanza: el recordar que estamos todos llamados a la santidad, a vivir en una plena comunión con Dios y a formar parte de la gloriosa asamblea de los que ya gozan de su presencia.
La celebración de Todos los Santos es, ante todo, una proclamación de la victoria de la gracia divina en cada persona que ha seguido fielmente el Evangelio. “La santidad no es un lujo, es una simple necesidad de cada cristiano,” decía el Papa Benedicto XVI. Esta verdad, expresada en la parábola de la luz puesta sobre el candelero (Cf. Mateo 5, 15), nos enseña que la santidad es nuestra razón de ser, el destino al que todos estamos llamados. Desde los primeros mártires hasta aquellos que en silencio viven la bondad de Cristo en su vida cotidiana, esta solemnidad nos une a esa “gran multitud que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Cf. Apocalipsis 7, 9).
El Papa Francisco, en su reflexión sobre esta solemnidad, destaca la alegría de la santidad como un camino cercano y accesible, “no para algunos pocos, sino para todos”, como lo expresó en su exhortación Gaudete et exsultate. La santidad, continúa Francisco, no es una excepción heroica reservada a personas extraordinarias, sino una posibilidad real para cada creyente que, con humildad y amor, busca seguir las enseñanzas de Cristo. Esta perspectiva no sólo nos anima, sino que nos desafía a vivir en nuestra vida diaria la radicalidad del Evangelio, en el servicio, en la paz y en la compasión hacia los demás.
Pero, ¿qué implica para cada uno de nosotros esta llamada a la santidad? San Juan en su primera carta nos recuerda: “Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Juan 3, 2). Ser santos es ser transformados por el amor de Dios, es permitir que la gracia de Cristo actúe en nuestras vidas hasta llevarnos a esa unión completa con Él. Cada uno, con nuestras debilidades y particularidades, somos invitados a esta transformación que no sólo nos afecta a nosotros, sino que enriquece a toda la Iglesia.
La solemnidad de Todos los Santos es también un recordatorio de la comunión de los santos, una comunión que une a la Iglesia de la tierra con la del cielo. El papa Benedicto XVI nos enseñó que esta comunión “es más fuerte que la muerte, más poderosa que la separación.” No estamos solos en nuestro camino de fe; estamos rodeados por una nube de testigos (Hebreos 12, 1) que nos inspiran, nos acompañan y, desde el cielo, interceden por nosotros. Recordar esta verdad nos da fortaleza y consuelo, especialmente en tiempos de dificultad y desánimo.
La Iglesia celebra este día recordándonos que los santos no son figuras distantes del pasado, sino hombres y mujeres de carne y hueso que respondieron a la llamada de Dios en medio de sus propias circunstancias y desafíos. Desde San Francisco de Asís y Santa Teresa de Ávila, hasta los mártires de nuestro tiempo, los santos han dejado un testimonio de vida que nos impulsa a vivir con valentía y esperanza. En palabras del papa Juan Pablo II: “El testimonio de los santos nos dice que se puede construir el Reino de Dios en todos los rincones de la historia humana”.
La solemnidad de Todos los Santos nos anima a mirar la vida con esperanza y a recordar que la santidad es posible para todos. En esta fiesta, somos llamados a celebrar la luz que Dios ha derramado en el mundo a través de sus santos y a pedir su intercesión para que también nosotros podamos vivir en la verdad, la caridad y la justicia del Evangelio.
Al contemplar a todos los santos, no podemos olvidar a quien es Madre y Reina de todos ellos: la Santísima Virgen María. Su ejemplo resplandece como la “primera entre los redimidos,” aquella que, en su humildad y fidelidad absolutas, acogió plenamente el plan de Dios. María, la “llena de gracia” (Lucas 1, 28), es nuestra guía en el camino hacia la santidad, y en su vida encontramos el modelo perfecto de confianza y abandono en el Señor.
Como nos enseñó el Papa Juan Pablo II, María nos invita “a caminar con esperanza, con fe en Cristo, con la certeza de que la victoria final es de Dios.” Que en este día de Todos los Santos, la Virgen María nos inspire a responder con un “sí” generoso a la voluntad de Dios en nuestras vidas, como ella lo hizo, para que así, un día, podamos unirnos a la alegría eterna de los santos en el cielo.
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