Desde que Dios se encarnó la familia adquirió un estatus inigualable, pues pudiendo Dios aparecer en la historia de maneras diversas, nació de la manera más común, de las entrañas de una mujer en compañía de su esposo. La familia como unidad natural adquirió, entonces, un carácter sagrado, irremplazable y único, de características tan específicas que ningún escaparate pudiese falsearla.
Hubo un tiempo en que sobre algunas familias se usó el mote de “disfuncionales”, porque eran monoparentales o no propiciaban el ambiente idóneo para sus hijos. Hay algo de verdad en ello, pero no totalmente, pues las familias no se distinguen en lo que son por su funcionalidad. De hecho, la familia es siempre el lugar donde no funcionan del todo las cosas, porque es un ámbito existencial. Y como toda aventura, es frecuentada sin cesar por conflictos, fallos y ofensas que suscitan rencor y que exigen el perdón. De modo que no se vive la perfección en las familias, sino una relativa “disfuncionalidad” que bien vista posibilita a los integrantes de la familia, la disposición espiritual de ser auxiliados por la gracia de Dios, y así asemejarse lo más posible a la Familia de Nazaret.
Pero como las cosas a la manera de un péndulo oscilan de un extremo a otro, si antes se distinguían las familias, hoy cualquier realidad es considerada familia. El cantante llama a sus fans familia, el influencer sube sus videítos llamando a sus seguidores familia, las amigas son familia, el club deportivo es una familia, y podrás poner la reunión de personas que se te ocurra y se les llamará familia. Pero es que todo lo que se ha nombrado –como diría Goethe– son afinidades electivas. Se elige estar con ese grupo de amigas o seguir tal artista, pero esa elección no constituye la realidad familiar, y es bueno que reparemos en esto, porque las palabras que no se ajustan a la realidad no solo desdibujan esta última, sino además la banalizan. Si siguiéramos esta lógica la familia no sería ya el lugar donde se consuman los esposos, sino donde se consumen, y allí donde las cosas se consumen se desechan al perder su lozanía y vitalidad. Aquí hay una hebra que explica el desquicio de los abandonos en las familias, porque se piensa que se ha elegido la familia y también los hijos, y como se eligen se pueden abandonar.
La familia no es por afinidad ni elegida, ni tampoco es perfecta. Cuando el hijo es rebelde, tenemos el drama del hijo prodigo. Cuando el hijo es santo, tenemos el drama de la pérdida por tres días en el Templo. La familia es un don, al igual que los hijos. No entran en la categoría de derechos y consumo, como queriendo esculpir a la mamá o al esposo según el interés personal, sino en la dimensión de la comunión. Y la comunión resalta relaciones de amor libre sin posesión. Esto significa que la familia es aquella en donde se vive la caridad sobrenatural, asistidos por el amor sobrenatural de Dios, los esposos y sus hijos aceptan sobrellevar mutuamente las grandezas e infortunios familiares. Como la familia es de los últimos reductos –seguido de la confesión sacramental– en donde se experimenta la intimidad impenetrable, la familia recorrerá un camino de santidad discreto asumiendo sus flaquezas y reconciliándolas por medio de la misericordia y el perdón, de forma que volviéndose al Padre eterno, exhibirá una vida más fuerte que sus logros, más elevada que sus planes.
Por: Pbro. Alejandro González Hidalgo, Diócesis de Valparaíso.
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