Solidarios con inspiración y sentido

Durante todo el año, la Iglesia Católica conmemora a muchos santos, varones y mujeres, que son propuestos como modelos de vida cristiana e intercesores. Dentro de esos frutos de santidad, encontramos uno particularmente querido porque ha nacido en nuestra región: me refiero a San Alberto Hurtado. Su predicación con obras y palabras, encendidas en amor por Cristo y al prójimo, con predilección por los más pobres, dejaron una marca imborrable en el corazón del pueblo chileno. Frases tan conocidas como “dar hasta que duela”, “contento, Señor, contento”, “¿qué haría Cristo en mi lugar”, han quedado grabadas en la memoria de tantos y tantas. Son muchas las enseñanzas que el padre Hurtado entregó para llamar a la Iglesia y a la sociedad a comprometerse desinteresadamente al servicio de la caridad. Por lo mismo, cada 18 de agosto, y desde el año 1994, en la fiesta del padre Hurtado, se celebra el Día Nacional de la Solidaridad.

La Doctrina Social de la Iglesia entiende la solidaridad como un principio social que ha de mover a las personas, grupos sociales e instituciones, públicas y privadas, en un compromiso mancomunado por el bien común. Este principio pone de relieve la intrínseca sociabilidad de la persona humana, donde todos somos corresponsables, porque todos somos iguales en dignidad y en derechos, y, por tanto, llamados a custodiar y promover el desarrollo de una vida digna, feliz y en paz para todos. De este modo, la solidaridad nos hace encontrarnos y reconocernos unos a otros como semejantes y partícipes en la construcción de una sociedad más justa. Si la unidad y la integración dejan de ser referentes sociales, entonces la segregación y el individualismo se impondrán y triunfará la cultura del descarte y del enfrentamiento. A su vez, la Doctrina Social de la Iglesia entiende la solidaridad como una virtud moral fundamental para la vida social. No se reduce a un ideal ni a un sentimiento altruista, sino a una firme y perseverante disposición para empeñarse en acciones que se encaminen al bien común, forjando el talante solidario de la persona.

En medio de las dificultades que nuestra sociedad atraviesa, es vivificante apreciar las obras solidarias que llevan adelante instituciones de Iglesia en favor de los más carenciados. Me sería imposible nombrarlas todas, pero aquellas que se dedican a los niños y jóvenes vulnerables, como el Refugio de Cristo, o las decenas de establecimientos de larga estadía de adultos mayores administrados por religiosas y religiosos que acompañan a los más desvalidos en las etapas finales de su vida, conmueven el corazón y devuelven las ganas de ser mejores.

El padre Hurtado encarnó este deseo de la Iglesia y se transformó en un faro comunitario que indica el camino al que estamos invitados a transitar. Su vida y su ministerio sacerdotal estuvieron marcados por esta virtud social. Él mismo enseñaba que “¡el que da con prontitud da dos veces!”. Fue testigo de una caridad sin reservas que exige el compromiso con la justicia, puesto que también enseñaba que “la caridad comienza donde termina la justicia”. Nos enseñó que había que juntar las manos para orar y abrirlas para dar. Pero dar con alegría, siempre con una sonrisa, porque en el dar nos hacemos semejantes a Cristo, que enseñó que hay más alegría en dar que en recibir. Hoy la vida de San Alberto Hurtado nos interpela como país a responsabilizarnos por los más necesitados, pero, sobre todo, a defender la justicia, la caridad y la verdad, para ser verdaderamente una sociedad solidaria y un país de hermanos donde nadie se sienta fuera.

Por: Monseñor Jorge Patricio Vega Velasco svd, Obispo Diócesis de Valparaíso.

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